Encierro el borde de la hoja entre mis uñas. Me inquieto. Hay voces afuera. Ya no estoy sola. La habitación de niña tiene muy poco del intento de mujer: un color y un deseo: durazno en las paredes, Matisse y su ronda de bailarines desnudos fundidos en verdes y azules, y un anclaje, arbitrario pero afortunado, en Dance me to the end of love. Una guitarra desafinada que nunca aprendí a tocar, pero que aprendí a entender, un montón de enciclopedias ajenas y un póster de una banda que nunca me gustó realmente, pero por alguna razón no quito. Como si se tratara de una foto, de un altar inalterable, depositado en el pasado y en vísperas de fiestas, que también son las vísperas de una vida mejor, y de vidas que se van.
Una nena malcriada que siempre pide más, encerrada en una cápsula de tiempo, escribe atolondrada en una hoja de papel que no va a guardar: Quiero ser como Patti Smith. Quiero que la pollera deje de apretarme. Quiero llamarte y decirte que te quiero. Quiero volver a ver Aristogatos y sentirme feliz. Quiero que siempre haya un nuevo día, capricho de infinita posibilidad.
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